El grave problema de la inseguridad tiende a ser abordado con una extrema simplificación por políticos y analistas: demonizan a los jóvenes pobres que son el último eslabón de la cadena del crimen organizado y eluden la decisiva complicidad de políticos, sectores de la policía y del Poder Judicial. El asesinato cometido en Valentín Alsina por un joven de 14 años para robar un auto es paradigmático: nadie puede creer que lo ha hecho para ir a pasear a Pinamar con su novia. Es por demás evidente que debe entregarlo a los que comercian autos robados o a los desarmaderos. En el caso bonaerense, los grandes desarmaderos fueron desmantelados en 2002 y 2003; pero ahora funcionan en escalas menores bajo techo: aun así no pueden ser desconocidos por los responsables de combatir el delito.
Un alto porcentaje de los hechos delictivos se cometen bajo el efecto de drogas como el paco, pero si bien en las villas y barrios carenciados muchos saben quiénes son los traficantes, denunciarlos a la policía significa una condena a muerte. Ese joven de 14 años vive en la Villa 21, donde el sacerdote Pepe ha sido amenazado por combatir el consumo del paco, pero no ha logrado concitar un interés efectivo por parte de las autoridades competentes para erradicarlo. En esa misma villa, se muestra la falacia que culpa a las familias, cuya desintegración redundaría en la decisión de no enviar a los hijos a la escuela: más de cien madres que habitan allí denunciaron no haber encontrado cupos en escuelas a 40 cuadras a la redonda, sea por desidia gubernamental o por discriminación de los chicos.
No es un dato menor del problema de la violencia, la humillación y la agresión a su dignidad y autoestima que sufren estos chicos, sea por el color de la piel o por la cultura neoliberal aún presente, que reivindica el consumismo y el lucro, valorando a las personas por lo que tienen y no por lo que son. El mensaje implícito o explícito es que al no tener nada no son nada, no tienen futuro y su vida carece de valor: pero si su vida no vale nada, tampoco la de otros. Pocos analistas relacionan la delincuencia de estos jóvenes con la impunidad delictiva de funcionarios, empresarios, políticos y dirigentes sindicales, que exhiben obscenamente el fruto de sus acciones sin recibir ningún castigo, confirmando la frase discepoleana “el que no afana es un gil”.
La demonización predominante pretende velar que de los 6 millones de niños y jóvenes menores de 20 años en condiciones de pobreza, poco menos del 2% se vuelca al delito. Si bien esa proporción implica más de 100 mil protagonistas de la delincuencia actual en esas edades, la lectura de las mismas estadísticas en otro sentido indica que el 98% de ellos son muy valiosos: a pesar de las carencias y dificultades para alimentarse, estudiar, trabajar, adquirir medicamentos, comprar ropa, salir con sus novias/os o tener una casa, buscan otros caminos como respuesta ante condiciones críticas.
La catástrofe económica y social que vivimos desde hace más de tres décadas es la causa última de la inseguridad. Continuamos presenciando el despojo de los recursos públicos en favor de grupos económico-financieros locales y externos. En estas décadas, la pobreza creció desde el 7% histórico hasta el actual 35%; a ello se suman el aumento del desempleo y el subempleo, mientras la mitad de los ocupados son empleados de modo precario o trabajan en negro. Estas duras condiciones sociales podrían haberse superado con el alto crecimiento económico de los últimos años, si los gobiernos kirchneristas no hubieran priorizado a las corporaciones amigas y los negocios privados con recursos públicos. Para afrontar seriamente el problema de la inseguridad es necesaria una voluntad política dispuesta a revertir el sufrimiento de una proporción demasiado alta de nuestros compatriotas y acabar con la corrupción política y el crimen organizado; la solución no es bajar edades de imputabilidad.
Columna firmada junto a Alcira Argumedo, diputada nacional electa por Proyecto Sur
No hay comentarios:
Publicar un comentario