Si el señor Jorge Bergoglio fuera, además de todo, sacerdote jesuita, yo me preguntaría si su reproche público al señor jefe Macri por su ataque de estatismo nupcial no fue una puesta en escena para nosotros los pavotes.
–Pero mi estimado, cómo se le ocurre pensar que un prelado de la santa madre va a hacer algo que no sea auténtico honesto verdadero.
–No, sí, tiene razón. No sé cómo se me ocurrió tal baliverna.
O, mejor dicho, sé: porque, en medio del peor escándalo por espionaje, escuchas ilegales, incompetencia supina en la designación de dirigentes y varias otras barrabasadas cometidas por su poder municipal, ahora estamos hablando de cómo el señor jefe Macri defendió una posición casi moderna frente a la paleocracia católica apostólica. O sea: que el señor jefe pasó, en un microfonazo milagroso, de sospechoso de brutas irregularidades a consecuente sostenedor de las opiniones públicas. Fue lo que los americanos llaman una win-win situation o –en lengua perinola– todos ganan, porque el señor Bergoglio tampoco se sacrificó demasiado: quedó, frente a su paleogrey, como un defensor tan arduo de sus convicciones que no trepida en reivindicarlas incluso ante su poderoso más cercano. Puede sonar raro: está visto que para el señor jefe Macri nada lo es demasiado.
(Ya pasaron quince años desde el día en que el joven Macri descubrió que la papa estaba en La Boca y hacia allí, boquipapa, encaró. La maniobra –¿a quién se le ocurrió?– fue brillante: le alcanzó con aplicar técnicas y chequeras del marketing político a unas elecciones vecinales. Ganar la presidencia de Boca le costó 6.000 votos –muchos menos que el diputado más barato– y le reportó, a cambio, exposición pública e incluso cierto afecto popular. Ya nadie recuerda que su gestión estuvo, durante tres años, a punto de naufragar porque no conseguía su único objetivo: ganar un campeonato. Y pocos que, bajo su mando, el Club Atlético Boca Juniors dejó de ser un club para convertirse en una empresa de servicios futbolísticos premium con un estadio donde la mitad de las tribunas populares fueron convertidas en las plateas más caras del país: todo un modelo. Llevado a cabo –más faltaba–con el apoyo de la barra más brava, ese programa de exclusión le permitió lanzarse. Ya pasaron, desde entonces, quince años, y el señor Macri, no tan joven, ha pasado por los avatares más diversos).
Ahora el señor jefe Macri se cansó de decir, a la salida de la oficina del señor Bergoglio –porque le pidió una cita, lo fue a ver a su oficina, le dijo que quería explicarle qué había hecho como si nuestro jefe de gobierno le debiera explicaciones a un prelado–, que no vetó el matrimonio homosexual porque debía ser fiel a sus principios. Quizás alguien pensó –pero nadie le dijo– aquella frase del marxismo línea Groucho: “Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros”. Quizás alguien lo pensó porque recordó lo que el ¿mismo? señor Macri dijo hace unos años cuando un periodista de Página/12 le preguntó si aceptaría jugadores homosexuales en su equipo de fútbol.
“–No se me ha presentado la situación. Es una situación complicada. La homosexualidad es una enfermedad, no es una persona ciento por ciento sana.
–¿Realmente cree que es una enfermedad?
–Sí, por supuesto, es una desviación.
–Pero la OMS no la incluye en su listado.
–Mi opinión es que es una desviación no deseada.
–Creer que es una enfermedad es una idea bastante antigua.
–¿Qué quiere que le haga? Yo le tengo que decir lo que pienso. ¿Y qué voy a pensar? ¿Que lo que hacen está bárbaro? ¿Usted festejaría que su hijo fuera homosexual? Por favor. El mundo nos ha hecho para que nos juntemos con una mujer. ¿Por qué nos vamos a juntar con un hombre? Está bien que es más cómodo. Se puede ir a jugar al tenis y después se puede ir a.... todo con el mismo tipo. ¡Pero, por favor!”.
El señor Macri tenía principios, entonces, claros, contundentes –aunque quizá flaquearan levemente cuando dijo que juntarse con un hombre era “más cómodo”: para el señor, la comodidad debe ser un valor importante. Quizás, entonces, frente al micrófono en la puerta de la oficina del señor Bergoglio, algún periodista estuvo tentado de preguntarle por qué había cambiado de idea. No lo hicieron –porque para eso solemos estar los periodistas. La respuesta que no dio me intriga. Supongo, para empezar, que pesaron las encuestas: siete de cada diez porteños están a favor de que los homosexuales puedan casarse –entre ellos. Y, para seguir, pesó el contexto: en medio del desastre de su policía recontracéfala y de su tropa de choque contra pobres, el señor jefe y sus brillantes asesores deben haber imaginado que no tenían plafond para tomar una medida tan paleocristiana como vetar esa posibilidad. Los caminos del señor, sabíamos, son inescrutables: quizá la comunidad gay porteña deba alguna parte de sus bodas al Fino Palacios y al más grueso Chamorro.
El señor Bergoglio, en cambio, sí mostró sus convicciones firmes. Decíamos que, aún a riesgo de pelearse un poquito con su pollo, lo reconvino en público. Hay mal pensados que murmuran que el señor Bergoglio quiere hacer de papa y que hacer de cardenal de una ciudad con casamientos gay le baja puntos –mientras, para colmo, la señora Fernández se va a encontrar con el auténtico ex nazi vaticano. Pero yo creo que, además, el señor Bergoglio y sus señores tienen convicciones firmes. Muchas veces me pregunto por qué su iglesia se empecina tanto en esos temas –aborto, salud reproductiva, homosexualidad– cuando podrían dejarlo correr un poco más y dedicarse a aumentar su grey siendo menos paleos: se ve que realmente creen en eso.
–¿Vio? Es bueno que haya gente que no cambia.
–Sí, yo también suelo creerlo. Hasta que lo pienso dos segundos tres quintos.
Pero lo cierto es que, desde la semana próxima, dos hombres o dos mujeres van a poder casarse en Buenos Aires. Supongo que es un avance en las libertades públicas; a mí me apena. Lo cual no tiene que ver con la libertad ni con lo público; resulta, una vez más, de mi infinita capacidad de error. Yo me sentía cercano a la pelea de gays y lesbianas porque estaban fuera del sistema Estado-Iglesia –y creía que querían estar ahí. Era una pelea que, de algún modo, ponía en cuestión ese sistema, lo atacaba en su base: las Iglesias y los Estados siempre sostuvieron que sólo podían convivir una mujer y un hombre; los gays, frente a eso, tenían dos opciones: romper con ese sistema e inventar formas nuevas, o pedirle al sistema que los aceptara. Yo, que nunca me casé, que nunca quise dejar que el Estado se metiera en mi cama, me equivoqué cuando supuse que compartíamos esa idea de –módica– ruptura.
Ahora –en los últimos diez o veinte años– se hizo claro que lo que querían era entrar en el sistema: es una opción. Así que su gran logro de estos días es el derecho a someter al Estado sus decisiones más íntimas, erigirlo en la instancia superior que legitima con quién duermen y comen, con quién acumulan o despilfarran, con quién viven. O sea: replicar, con diferencias menores, el modelo de familia burguesa –con herencia, con bienes gananciales, con patria potestad, con rebajas de impuestos, con divorcios en los tribunales– que siempre los había excluido y, de paso, consolidar la institución, legitimándola. Si eso era lo que querían, me alegro de que lo hayan conseguido. Es su privilegio y su derecho; a mí me apena. Y no me extraña que haya sido el señor jefe Macri quien les haya dado el empujón definitivo.
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