viernes, 19 de marzo de 2010

El sonsonete de los derechos humanos en Cuba

En días pasados un querido compañero de lucha me preguntaba acerca del sonado caso de la muerte del preso cubano Orlando Zapata Tamayo, como si desease escuchar una censura mía por ese lamentable incidente. Francamente, se quedó esperando mi reprobación, no porque yo sea insensible a las dimensiones humanas de lo acontecido, sino porque más allá estoy igualmente harto de la hipocresía y del ensañamiento, ideológicamente motivado, que hay contra Cuba con el tema de los derechos humanos.

Por ejemplo, mientras se monta toda una campaña mediática y diplomática de censura a Cuba desde Wáshington, Bruselas y Madrid por la muerte de Zapata, ni una palabra se ha pronunciado sobre la aparición en Tolosa, Francia, del cuerpo sin vida del militante independentista vasco Jon Anza, quien según familiares, amigos y abogados, fue secuestrado, torturado y asesinado por las Fuerzas de Seguridad del Estado español como parte de su “guerra sucia” contra la izquierda abertzale del País Vasco.

Unos y otros se rasgan las vestiduras morales cuando se trata de hablar de los “presos políticos” de Cuba, pero callan inmoralmente cuando se trata de denunciar las ejecuciones extrajudiciales que protagonizan gobiernos de países como Estados Unidos o Colombia, reclamar sobre el trato de los presos políticos puertorriqueños en cárceles estadounidenses, o las torturas y demás maltratos que reciben los detenidos en el campo de concentración que mantiene Estados Unidos en Guantánamo. ¿Será que unos prisioneros y unos muertos valen más que otros?

Dice al respecto el reconocido jurista argentino-mexicano Oscar Correas: “Ahora resulta que los pájaros les tiran a las escopetas: países corruptos, crueles, guerreros, terroristas -no más piénsese en Hiroshima- ladrones, asesinos, son los que dictan cátedra sobre democracia y sobre derechos humanos. ¡Los europeos hablando de derechos humanos! Pero si no han terminado de pedir perdón por los crímenes contra el tercer mundo. Y mucho menos han devuelto ni una gota de la sangre de nuestra gente, derramada en honor de la ‘civilización’ europea. ¡Los norteamericanos hablando de los derechos humanos en Cuba! ¿Y Guantánamo? Si hasta oficializaron la tortura para esos presos (¿será mejor la prisión de Guantánamo que las prisiones en Cuba?)”.

A propósito de la controversia en torno al caso Zapata, el escritor uruguayo Eduardo Galeano llamó la atención sobre cómo se tiende a mirar a Cuba “con una lupa que magnifica todo lo que interesa a sus enemigos…, mientras la lupa se distrae y no alcanza ver otras cosas importantes y que los medios de comunicación no hacen por informar”. Asimismo, indicó con la mayor honestidad, que lo que ha sucedido en el caso de Zapata y lo que está ocurriendo ahora con otro de los presos cubanos, el periodista Guillermo Fariñas, son cosas “importantes y desgraciadas” ante las cuales el gobierno cubano debería “tomar nota, pues son señales de alarma en cuanto a signos de descontento popular que deberían impulsar los cambios que la revolución necesita”.

Lo preocupante es que también a veces a la izquierda se le está extraviando la lupa, en lo que sólo puedo interpretar como resultado de una penetración subliminal de ese discurso “políticamente correcto” que ha estado tan en boga en tiempos recientes. El problema no es tanto que sintamos, al igual que Galeano, una inquietud honesta por lo ocurrido, sino que nos sumemos, de forma ingenua, subjetiva y acrítica, a la aplicación discriminatoria y selectiva que se hace de los estándares de los derechos humanos en el caso de Cuba.

La verdad sobre los derechos humanos en Cuba está cargada no sólo de razones abstractas sino que, sobre todo, de realidades históricamente concretas. Puntualiza Correas que Cuba es “una sociedad mucho más homogénea que ninguna otra capitalista, un amplio margen de seguridad, salud y educación PARA TODOS, un país cuyo índice de mortalidad infantil está mejor que el de EE.UU. y donde nadie se muere de hambre -excepto que quiera por razones políticas. Lo dice alguien que convive todos los días con el hambre de los niños mexicanos”.

Los hechos históricos en Cuba siempre han estado cargados de gritos de guerra, sangre derramada, heridas aún abiertas, pero sobre todo del temor real y siempre presente de que sus sueños y logros se hagan cenizas y que su Revolución sucumba ante los rigores del tiempo y la desidia de sus enemigos, tanto externos como internos. El dolor, el sufrimiento y las privaciones permanentes de los cubanos sólo permiten razonar hasta cierto punto, sin que pierda su única posibilidad para sobrevivir: el sentimiento básico de auto-conservación. Se lo digo yo que viví cuatro años allí y, entre otras experiencias, sufrí con el pueblo cubano la voladura de un avión civil por un terrorista que continúa bajo la protección de ese autoproclamado paladín de los derechos humanos: el gobierno de Estados Unidos.

En Cuba aprendí que la historia es, como bien advierte el filósofo francés Michel Foucault, un orden de batalla que requiere pensar y actuar estratégicamente para sobrevivir y prevalecer en nuestros deseos emancipadores. Lo demás son abstracciones tal vez políticamente correctas pero políticamente inconsecuentes, por cuanto la realidad siempre termina por imponer implacablemente sus condiciones mediadas por relaciones de poder. Bajo éstas, no existe una equivalencia real entre fines éticos: por lo menos desde mi humilde perspectiva, el beneficio privado nunca podrá equivaler al bien común; ni el derecho a la propiedad privada podrá estar por encima del bienestar general.

Yo no me hago de ilusiones: ciertamente la democracia y el Derecho en Cuba son perfectibles, como ciertamente la democracia y el Derecho de todos los demás en este planeta nuestro. Sin embargo, nunca la democracia y el Derecho han podido perfeccionarse en condiciones de guerra y necesidad. Cuba vive en ese sentido bajo un estado y economía de guerra y de necesidad que imponen sus propios imperativos-categóricos, muchas veces distintos a los que podrían articularse potencialmente a partir de un contexto de paz y desarrollo sin cortapisas.

Ahora bien, vale la pena considerar la advertencia que nos hace el compañero Oscar Correas cuando de hablar de la democracia en Cuba se trata: “¿Que tienen que superarse y llegar a la democracia? ¿Quién dice? ¿Quién les ha preguntado? ¿Por qué no se dedican a superar a los norteamericanos, oprimidos por razones de clase, DE RAZA, y que mandan como borregos a sus chicos a la guerra contra quienes nada les han hecho? Y añade: “Entienden por ‘democratizar a Cuba’ que Cuba tenga un régimen de partidos políticos. ¿Me podría alguien dar algún ejemplo de régimen partidocrático que Cuba debería imitar?”

“¿Por qué Felipe Calderón y el sistema mexicano, en el que no cree ni la cuarta parte de la población, es democrático, y el sistema cubano no? Dejémonos de sonsear. Partidocracia, cleptocracia, ¿para qué? Nos dicen que el hambre acabará cuando haya democracia. Que los cubanos comerán bien, y hablarán a gusto, cuando haya elecciones partidarias. ¡Dejémonos de sonsear!”, concluye Correas.

Por esa razón me niego a dejarme someter al chantaje ideológico de aquellos que pretenden alimentarnos un sentido de culpa por reconocer la superioridad moral de la Revolución Cubana, y por defender con uñas y dientes el derecho de su pueblo a defender también, con uñas y dientes, su derecho humano inalienable a la libre determinación de su presente y futuro. Para ello Cuba actúa conforme al derecho internacional que le ampara como nación soberana, más de lo que se puede decir de Estados Unidos.

En fin, no podemos perder de vista que el orden civil cubano es un orden de guerra, no porque lo haya decidido así sino porque así se le ha impuesto criminalmente. Ahora bien, Cuba se defiende sin bombardear o invadir a otros pueblos, no desaparece o somete a sus enemigos a torturas físicas, y menos pretende imponerles a otros a la fuerza cómo deben pensar y vivir. Lo único que pide es que se le permita vivir en paz y conforme a aquel modo de vida que soberanamente ha decidido darse.


* Por Carlos Rivera Lugo

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