¿Colapsó el periodismo profesional? Hay fuertes indicios de que tal episodio esté sucediendo, o a punto de consumarse. Es una mirada que viene del norte, lo admito, pero los rasgos del fenómeno se detectan también entre nosotros. Quien sostiene en este momento en sus manos esta columna impresa en papel no debe ignorar que para los centros neurálgicos del negocio mediático, la comunicación digital se presenta como superior al periódico tradicional, en casi todos los rubros.
Más sustancial, todavía, o al menos ésa es mi sensación, vamos hacia lo que Mark Bowden denomina “un mundo post periodístico”. Denomina así a un conjunto de valores y prácticas para los que el sistema de la democracia es, por definición, sólo una batalla incesante entre políticos.
¿Qué tiene que ver este mapa de situación con la muerte del periodismo? Es el producto de una evolución que pone en el centro de las decisiones no la honesta y paciente recopilación de hechos y datos para que “el soberano” se informe y pueda tomar decisiones. Por el contrario, ese mundo post periodístico se va nutriendo, sobre todo desde y gracias a Internet, de un universo infestado de convicciones políticas un poco flojas de sustentos fácticos.
Bowden sabe de lo que habla. Periodista profesional nacido en julio de 1951 en Missouri, es hoy colaborador permanente de Vanity Fair, y fue redactor del clásico diario The Philadelphia Inquirer de1979 a 2003. Ganador de numerosos premios (el periodismo norteamericano está lleno de galardones serios, permanentes y rigurosos, que se otorgan hace décadas, sostenidos por iniciativas privadas, algo que no ofrece la proverbial menesterosidad del aldeano y egoísta periodismo argentino), Bowden ha escrito, además, para Men’s Journal, The Atlantic Monthly, Sports Illustrated y Rolling Stone. Su libro Black Hawk Down: A Story of Modern War, best seller a nivel mundial, fue la base de una película en 2001, dirigida por Ridley Scott. O sea, el tipo no es un mediocre resentido que sangra por las heridas. Se define, a los 58 años, como un viejo periodista que se lamenta de lo que denomina una profesión “moribunda”, la del periodismo.
Hay en este alegato una fibra de inexorable verosimilitud, que en mucho sigue de cerca la situación del propio periodismo argentino, donde se están desarticulando las redes de experiencia y trayectoria que le dan sustento a las fuertes organizaciones periodísticas. Junto con los ominosos esquemas laborales que aconsejan y producen racionalizaciones pragmáticas, pero necias, se va produciendo un inevitable adelgazamiento de la sustancia informativa.
No sólo la juventud es consagrada como un mérito en sí misma, sino que, por el contrario, una evidencia mundial es que en varias organizaciones noticiosas ese recambio generacional implica aceptar que las nuevas promociones no sólo desdeñan voluntariamente historias y densidades precedentes, sino que incluso verifican que sus exhibiciones de inmadurez e ignorancia son bienvenidas, por omisión al menos, por sus empleadores.
“Mientras los medios están despidiendo periodistas a carradas, astutos operadores políticos se lanzan vorazmente a llenar los vacíos”, afirma Bowden en su memorable ensayo The Store behind the Story, publicado por The Atlantic en octubre de 2009, una revista mensual que se publica desde 1857 y a la que estoy suscripto desde hace apenas 22 años.
En su artículo, Bowden se define como un viejo reportero que se formó como tal recorriendo la calle a pie. Definitivamente, tanto él, estrella de un periodismo grande, como quien firma, que labora en el sur profundo del planeta en condiciones mucho menos estimulantes, tenemos una identidad generacional parecida. Aunque empecé a teclear mis notas en una computadora allá por 1976, en la redacción de The Associated Press que quedaba en el 50 Rockefeller Plaza de Manhattan, me formé en Buenos Aires revisando archivos repletos de recortes de diarios. La palabra google podría haber sido usada, entonces, para comercializar goma de mascar y la computadora, sin Internet, no nos resolvía ningún problema.
Nadie puede negar que hoy, para sacar a un reportero a la calle, hay que llevarlo con la fuerza pública. Googlear, copiar y pegar se ha convertido en adicción tóxica, a la que nos cuesta escapar incluso a los veteranos. Lo que ha sucedido es que, además de ser una herramienta poderosamente democratizante de la actividad periodística, Internet va demoliendo el esquema de funcionamiento que durante décadas permitió la existencia de organizaciones noticiosas consagradas a publicar diarios y revistas y a sostener programaciones de radio y televisión.
En su reemplazo han ocupado espacio los medios devenidos en propietarios de bienes raíces. Eso son las radios, señales de cable y canales de TV que fueron reemplazando sus emprendimientos periodísticos propios para arrendar espacios de cuyos contenidos se desentienden.
Los medios gráficos nutridos de profesionales probados y sólidos se van poblando de personal joven, mucho más barato, pero naturalmente limitado por su inmadurez agraviante. Aun cuando me hicieron periodista a los 19 años, mis primeros jefes fueron Rodolfo Pandolfi, Enrique Raab, Esteban Peicovich, Oscar Delgado y Edgardo Damommio, profesionales que sabían mucho e inspiraban un respeto temible.
La llamada “blogosfera”, que hoy parece convertir en periodista a cualquiera, va esmerilando esa constelación de sabiduría, prestigio y espesor que tipificaba unas redacciones donde había escalafones y valores. Razona Bowden: “El periodismo, correctamente ejercido, es enormemente poderoso, precisamente porque no procura el poder, busca la verdad. Los que renuncian a él para contrabandear productos o candidatos o partidos o ideologías disminuyen su propio poder. Se pierden la parte más divertida de este oficio”.
Quisiera ser tan luminoso como mi colega del Atlantic norteamericano. Vistas las cosas desde aquí, me temo que la propia idea fundante del periodismo se nos escurre de las manos.
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