sábado, 20 de febrero de 2010

Los mil Haití que nos rodean


El día de Todos los Santos del año 1755, Lisboa fue Haití. La tierra tembló cuando faltaban pocos minutos para las diez de la mañana. Las iglesias estaban colmadas de fieles, los sermones y la misa en su máximo apogeo. Después del primer temblor, de una magnitud que hoy los geólogos estiman que puede haber alcanzado los 9 grados de la escala de Richter, las réplicas, de notable fuerza destructiva, se prolongaron durante dos interminables horas y media, al punto de reducir a escombros el 85% de las construcciones de la ciudad. Según los testimonios de la época, la altura de la ola del tsunami originado por el terremoto alcanzó los veinte metros y provocó 900 muertos entre la multitud atraída por el insólito espectáculo que ofrecía el lecho del río sembrado de los restos de las embarcaciones naufragadas en el transcurso de los años. Los incendios duraron cinco días. Los grandes edificios, las mansiones, los conventos colmados de riquezas artísticas, bibliotecas, pinacotecas, el teatro de la ópera recientemente inaugurado que, bien o mal, habían resistido al primer embate del terremoto fueron devorados por las llamas. De los 270.000 habitantes que tenía Lisboa en ese momento, se estima que murieron 90.000. Se dice que, ante la pregunta inevitable de "¿Y ahora qué hacemos?", el secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Sebastiao José de Carvalho e Melo, quien más tarde fue designado ministro, respondió: "Sepultar a los muertos y curar a los vivos". Estas palabras, que más tarde quedaron en la historia, fueron realmente pronunciadas, pero no por él. Las pronunció un oficial superior del ejército, "despojado" más tarde de su propia afirmación, como suele suceder, para beneficio de alguien más poderoso.

De sepultar a sus 150.000 muertos, o tal vez más, se ocupa ahora Haití, mientras la comunidad internacional se esfuerza por ayudar a los vivos, en medio del caos y la desorganización generalizada en un país que ya antes del sismo, desde hace generaciones, se encuentra en situación de catástrofe lenta, de permanente calamidad. Lisboa fue reconstruida, y lo mismo ocurrirá con Haití. El asunto en el caso de Haití es cómo reconstruir con eficacia la comunidad de su pueblo, reducido a una extrema pobreza e históricamente ajeno a un sentido de conciencia nacional que le permita lograr por sí mismo, con el tiempo y con el trabajo, un grado razonable de homogeneidad social. Desde todas partes del mundo, millones y millones de euros y de dólares se envían con destino a Haití. Los suministros han empezado a llegar a una isla donde faltaba todo, o porque lo perdió todo con el terremoto o porque no existía nada antes. Como por intercesión de una divinidad particular, los barrios ricos, comparados con el resto de la ciudad de Puerto Príncipe, sufrieron pocos daños a causa del terremoto. Se podría decir -y considerando lo que ha sucedido en Haití, parece cierto- que los designios de Dios son inescrutables.

En Lisboa, las plegarias de los fieles no pudieron impedir que los techos y los muros de las iglesias cayeran sobre ellos y los aplastaran. En Haití, ni siquiera la más elemental gratitud por haber salvado la vida y los bienes, sin haber hecho nada por ello, ha conmovido el corazón de los ricos induciéndolos a acudir en ayuda de millones de hombres y mujeres que ni siquiera pueden pretender el nombre unificador de conciudadanos, ya que pertenecen a lo más ínfimo de la escala social, el nivel de los no existentes, el de los vivos que siempre han estado muertos porque les fue negada la vida plena, los que fueron esclavos de los señores, esclavos a su vez de la necesidad. No hay noticia de que un solo haitiano rico hubiera abierto la billetera o aligerado su cuenta bancaria para socorrer a los damnificados. El corazón del rico es la llave de su caja fuerte.

Habrá otros terremotos, otras inundaciones, otras catástrofes que nosotros llamamos naturales. Asistimos al recalentamiento global con sus sequías y sus inundaciones, con las emisiones de CO2 que, solamente obligados por la opinión pública, los gobiernos se han comprometido a reducir y, tal vez, en nuestro horizonte ya se avecina otra cosa en la que nadie quiere pensar: la posibilidad de una coincidencia de fenómenos producidos por el recalentamiento con la aproximación de una nueva era glacial que cubrirá de hielo media Europa, y cuyos primeros signos ya se perciben, aunque por ahora son benignos. No ocurrirá mañana; podemos vivir y morir tranquilos. Aun cuando -según dicen los especialistas- las siete eras glaciales por las que ha pasado el planeta no han sido las únicas hasta ahora, seguramente habrá otras. Mientras tanto, dirijamos la mirada a este Haití y a miles de otros Haití que existen en el mundo, no sólo hacia esos sitios que prácticamente se asientan sobre inestables fallas tectónicas para las cuales no se advierte ninguna solución posible, sino también hacia aquellos que viven sobre el filo de la navaja del hambre, de la carencia de asistencia sanitaria, de la falta de una instrucción pública digna, donde los factores propicios para el desarrollo son nulos en la práctica y donde ruge la devastación de los conflictos armados, las guerras entre etnias enfrentadas por diferencias religiosas o por rencores históricos, cuyo origen, en muchos casos, se pierde en la memoria.

El antiguo colonialismo no ha desaparecido, se ha multiplicado en una variedad de versiones locales, y no son pocos los casos en los que los herederos directos son las propias elites locales, ex guerrilleros transformados en nuevos explotadores de su pueblo, con la misma avidez, con la crueldad de siempre. Esos son los Haití que debemos salvar. Hay quien dice que la crisis económica ha venido a corregir el rumbo suicida de la humanidad. Yo no estoy muy seguro, pero espero que al menos la lección de Haití resulte útil para todos. Los muertos de Puerto Príncipe ahora les hacen compañía a los muertos de Lisboa. Nada podemos hacer por ellos. Ahora, como siempre, nuestro deber es curar a los vivos.

* Por José Saramago
Escritor portugués (especial para La Nación.com)

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